
“¿Y tú, qué quieres ser de mayor?” La gran pregunta de la adolescencia. Tan inocente en apariencia… y tan pesada cuando te cae encima. Porque seamos honestos: a los 15 años muchos de nosotros apenas sabíamos si queríamos ir a la fiesta del sábado o quedarnos en casa viendo la tele. Y sin embargo, se esperaba que tuviéramos una respuesta clara sobre nuestro destino profesional.
Algunos contestaban con convicción: “voy a ser médico”, “quiero ser arquitecta”, “me veo como abogada”. Y otros, la mayoría, improvisábamos para salir del paso: “no sé, tal vez psicólogo… o astronauta… o jugador de fútbol”. Lo curioso es que, detrás de esas respuestas, había muchas dudas, miedos y también un sinfín de ilusiones.
Lo que más pesaba no eran solo nuestras propias preguntas, sino las expectativas de los demás. Padres, profesores, amigos, incluso algún tío bienintencionado que lanzaba sentencias como: “Tú con esas notas deberías ser ingeniero”. La presión venía disfrazada de buenos consejos, pero pocas veces ayudaba de verdad. Lo que sí hacía la diferencia eran esas frases sencillas que abrían horizontes: “no pasa nada si cambias de opinión”, “empieza por lo que disfrutes ahora, ya habrá tiempo de ajustar”, “tu valor no depende de la etiqueta de una profesión”. En cambio, lo que nos frenaba era escuchar frases como “de eso no se vive”, o que nos pintaran la vida adulta como una jungla en la que solo sobrevivirían los más fuertes, como si todo dependiera de acertar a la primera.
Con el tiempo entendimos que la vida no es una autopista recta con un solo carril. Es más bien un camino lleno de curvas, desvíos, atajos y hasta vueltas en U. Muchos cambiamos de carrera, de ciudad, de país, y sobrevivimos. De hecho, esos giros inesperados muchas veces nos llevaron a lugares más felices de lo que imaginábamos a los 15 años. Si pudiéramos volver a hablar con nuestro yo adolescente, probablemente le diríamos: tranquilo, no necesitas tenerlo todo claro, equivócate, cambia, prueba, descubre. No se trata de saberlo todo desde ya, sino de atreverte a caminar.
Y hay algo que pocas veces nos dijeron, pero que hoy sabemos con certeza: cuando nos movemos hacia lo que de verdad nos gusta y se nos da bien, casi siempre terminamos encontrando un camino apasionante. Eso no significa que sea fácil ni lineal, pero sí que tendremos una motivación interna más fuerte que cualquier presión externa. Hacer lo que nos gusta no solo abre puertas al éxito, también a la felicidad y al sentido.
Ahí es donde entra nuestro rol como padres. No se trata de decidir por ellos ni de proyectar nuestras propias historias, sino de animarlos a explorar, probar y descubrir qué les enciende una chispa. Puede ser una materia, un hobby, una actividad creativa, un deporte… lo importante es que aprendan a escuchar esa voz interior que les dice: esto me hace sentir vivo. En vez de preguntarles “qué vas a ser”, podríamos preguntar “qué disfrutas”, y en lugar de empujarlos a elegir ya, recordarles que pueden explorar antes de decidir. También vale la pena compartir nuestras propias dudas, cambios de rumbo y aprendizajes, porque eso los libera de la presión de creer que deben tener la respuesta perfecta a los 16 años.
Hablar de futuro debería parecerse menos a un examen y más a abrir un mapa en blanco. Cada quien irá trazando su ruta, con errores, giros inesperados y descubrimientos. Y quizás ahí esté lo más hermoso: que el futuro no es un lugar al que se llega, sino un camino que se va inventando. Mejor aún, si lo recorremos haciendo algo que nos apasiona.
“Cuando nuestros hijos encuentran lo que les gusta de verdad, el futuro deja de dar miedo y empieza a tener sentido.”
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